Rumbo al Poblado de Dragones

Arde como el mismísimo infierno,
no estamos echos para estas tierras,
pero ni la sed, ni el frío, ni los mares, podrán detener al Lord Osarion,
porque es la muerte misma en persona

Sir Darthes, un elfo de cabellos cobrizos y largo, atado en una media cola echada echada sobre la capucha que momentos atrás traía puesta. Sus ojos celestes estaban enrojecidos a la fuerza del calor y su aspecto era lamentable. Era unos cuantos años más joven que yo, hijo del herrero y que siempre habían ofrecido sus mejores armas con hierros y minerales de gran calidad a la familia Osarion y sus adeptos. No estaba mucho mejor que yo, y además se hallaba herido por una mordida de serpiente el día anterior.

La marcha con él se había vuelto fastidiosa por ese motivo, pero no podía dejarle morir, al menos no ahora. Y mis conocimientos de medicina no bastaban para ayudarle. Sólo debíamos llegar cuanto antes al Oasis Panagérico o a la ciudad de los Dragones, y si teníamos suerte, podría salvarse. Ignoraba que tan hostiles serían con los forasteros. Ambos llevábamos unas capuchas de color verde, y la menor cantidad de abrigos puestos, más que para evitar que los rayos del sol nos quemaran vivos.

Nuestros caballos habían resistido bastante, dándoles prioridad en los alimentos y agua, ya que sin ellos no podríamos avanzar. Teníamos provisiones para dos días y una sola ración para cada uno, a la hora de la cena y el desayuno. Llevábamos varios días andando, en busca de la ciudad y a una mujer en especial, de quien se decía que tenía grandes poderes mágicos. No estaba seguro si era alguna leyenda, pero necesitaba saberlo. Necesitaba derrotar a mi primo.

-¡No te detengas!-le grité a mi colega, exhausto y medio inclinado sobre el animal. A la distancia que me separa de él, podía distinguir su rostro pálido y labios agrietados por la sed. No le había permitido beber agua más que la suficiente para subsistir. Dudaba ya si se mantendría en pié por un rato más. Iba detrás de mí. Se removió entre tambaleos sobre su montura y jaló las riendas del animal en un intento de apresurar el paso.

Volví a centrar la atención hacia adelante, las olas de un mar de arena dorado petrificado que se extendía sin fin, y el sol sobre nosotros, pegando con todas sus fuerzas el calor. ¿Valía la pena realmente arriesgar tanto por un bastardo como era el usurpador de Osarion?